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El cerebro de mi hermano

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Estuve de pie ante ese mausoleo de párrafos y papel más o menos seis, siete días, mientras me dirigía al trabajo a bordo de un transporte a veces atiborrado, a veces con espacio suficiente para sentarme y pasar varias de las páginas que reposaban sobre mis piernas. Y durante ese lapso, fui testigo de cómo los muros blancos de dicho mausoleo iban desgajándose, iban perdiendo yeso, virutas de mármol y solidez. Al final quedó un esqueleto, blanquísimo bajo la mirada del sol, casi una nada, espectro que colocó frente a mis ojos los caminos que unían y siguen uniendo a dos hermanos, el menor vivo, el mayor muerto el 26 de mayo del 2013.

No obstante, en un inicio no me acerqué por voluntad o curiosidad propia. No; fue el azar lo que hizo que caminara en dirección de aquellos muros, la casualidad vestida con la voz de mi papá, con unos minutos ante un canal de televisión, el cuarenta, o eso recuerdo ahora. Escuchó algo sobre un libro, escuchó al autor respondiendo a las preguntas de quien estaba entrevistándolo. Tráelo, me dijo después, búscalo, se llama El cerebro de mi hermano. Lo hice. Y un poco más tarde me aconsejó leerlo: te va a gustar, te lo echas rápido, como en tres días.

A pesar de la fluidez de las frases, muchas de ellas cargadas de poesía, su tiempo fue un poco más corto que el mío, el que me permití en medio de una concentración que se desvanece con demasiada facilidad, que se vuelve una lucha cuando debo enfrentarme a cierto número de páginas impresas y encuadernadas, a una tapa con un título y el nombre de alguien más, lejano hasta ese momento.

Y sí, me gustó, me gustó bastante. El libro editado bajo el sello Seix Barral me regaló varias sonrisas, así como un pequeño nido de astillas al interior del cuello. Además, al leerlo, presencié los puntos de acercamiento entre dos personas: José María Pérez Gay, el hermano mayor muerto, el homenajeado, y Rafael Pérez Gay, el autor de ese libro–mausoleo, como lo percibo.

“Un laberinto de azares me ha traído al Instituto Nacional de Neurología, en el sur profundo de esta sucursal del infierno que llamamos Ciudad de México. Camino despacio por los patios donde los gatos me observan desde sus ojos desconfiados y soberbios. Camino lento como si esperara algo, pero no espero nada”; tales son las palabras con las que inicia El cerebro de mi hermano, publicado en noviembre del 2013. Y este principio también representa un paralelo del trayecto que emprendería el autor de El corazón es un gitano, pero no como el escritor, sino como un familiar, un testigo invadido por la impotencia, por el temor que genera el hecho de asistir al desarrollo de un padecimiento, de una enfermedad que atrofia la mente y el cuerpo de alguien muy próximo, en este caso un hermano.

Así, igual que los gatos neurólogos que miran cuanto acontece dentro del Instituto Nacional de Neurología, en sus patios y jardines, Rafael Pérez Gay observa el deterioro de su hermano José María, pensando o eso imagino, dónde está aquel hombre capaz de traducir al español textos en alemán, capaz también de decir de memoria la mayor parte del poema “Piedra de Sol” y de citar a Lorca a la menor provocación, preguntándole a esa persona nueva, confinada a “una silla de ruedas cuya dirección es el limbo”: ¿Todo se ha perdido? ¿Así, de un plumazo, empezamos a ser nada, nadie, nunca? ¿En qué mundo vives?

9786070719295Estas preguntas exudan dolor y también parecen esbozar un yermo amarillo en torno de quien las pronuncia; pero al mismo tiempo, aproximan a los dos hermanos: el autor parte de ellas para recuperar poco a poco al hermano de antes, con paciencia, como si deshiciera nudo por nudo una maraña conformada por un cierto número de términos médicos: “enfermedad neurodegenerativa, pariente de la esclerosis múltiple, padecimiento de vasos pequeños, una multitud de pequeños infartos cerebrales; quizá una parálisis supranuclear progresiva”. Leucoaraiosis.

El Hilo de Ariadna del que se sirve Pérez Gay para salir de ese laberinto de estudios, de operaciones y hospitales, se encuentra impregnado con incontables recuerdos familiares, recuerdos que arrancan cuando Rafael tenía siete años y José María veintiuno, cuando el mayor parte hacia Alemania, a principios de los setenta. Una beca de cinco años en Alemania era mudarse al otro mundo, al fin del mundo, el regreso a casa fue un funeral, Pepe no regresa. Ya hizo su vida allá lejos, plasma en su libro Rafael, haciendo uso de sus propias palabras, de las de su madre al leer las cartas que su hijo primogénito manda desde una lejanía que la nostalgia de los que se quedan hace diez o cien veces mayor.

Ese temor a una despedida sin fecha de caducidad, no obstante, guarda en sí momentos de humor que lo aligeran, recuerdos, como la ocasión en que un pleito duró mucho más que otros. Nunca supe el motivo de esa pelea, nos dice el autor en la página 28, pero tuvo que ser una seria transgresión de las normas porque se armaron como si fuera el último pleito de sus vidas. Y nosotros, desde el otro lado del papel, no podemos sino reír al imaginarnos la escena: el padre armado de martillo y cinturón, el hijo rechazándolo, subido en una cama, tijeras Barrilito y una silla en mano, y la madre fungiendo como un réferi: “Ya, Pepe, bájate de la cama. Y tú, Pepe, deja ese martillo”.

El regreso de Alemania ocurrió, aunque la distancia entre Rafael y José María Pérez Gay se mantuvo durante cierta época, esto debido a la política: “A partir del año 2006, mi hermano y yo dejamos de buscarnos y encontrarnos en los libros y en el pasado común. Nos separó la política. Él se tiró de cabeza a la campaña de López Obrador a la presidencia de la República; a mí me tocó cubrir para El Universal aquellos días y fui todo lo crítico que pude con el candidato de la izquierda, de esa izquierda a la que consideraba y considero proclive al autoritarismo, dogmática, antidemocrática, mala perdedora”.

Esta barrera que borra amistades, junto a temas como el fútbol y la religión, empezó a desmoronarse un año después de la elección, cuando a Rafael le diagnosticaron cáncer de vejiga. Él llamó a su hermano mayor y José María se presentó de inmediato, acompañándolo a las primeras consultas, a los primeros tratamientos, antes de alejarse de nuevo. Luego, tres años después, la relación intelectual de los hermanos se sobrepuso a las diferencias y los puso de nuevo en contacto.

Retomo aquí la imagen del mausoleo en mitad de su propio derrumbe: al final, entre los escombros de la política, sobrevivirían las lecturas entre José María y Rafael, algunas plagadas de risas, teléfono de por medio, y los intercambios de libros, como el Borges de Adolfo Bioy Casares que el mayor trajo para su hermano desde España, “portento de restauración del pasado literario, de admiración y amistad”.

Pero no todo podía seguir por ese mismo camino; la muerte, que llamó primero a la puerta del hermano menor, dejándole el cáncer de vejiga sólo como un mensaje, regresó para tocar a José María desde el interior de su cerebro, el que en de las páginas de El cerebro de mi hermano, imagino como una casa enorme donde las puertas van cerrándose una a una, con la levedad de un susurro, dejando a su propietario solo y a oscuras, aislado por completo en la última de las habitaciones mientras afuera, la gente cercana llama a un timbre averiado, grita y arroja piedrecillas a los cristales, sin obtener resultado.

Una casa sin cerraduras. Pese a lo anterior, creo que con la composición de este libro–monumento, Rafael Pérez Gay encontró la llave que le ayudaría a recobrar al hermano anterior a sus ¿así, de un plumazo, empezamos a ser nada, nadie, nunca? ¿En qué mundo vives?, preguntas dirigidas al vacío que ahora, al solidificarse en el papel, al intentar responderlas, son capaces de formar una silueta provista de alma.


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